Cuando Raufe, el economista en jefe de la oficina donde trabajaba comenzó a falta, no me di cuenta al comienzo.
Luego, un día en el almuerzo nos pidieron a todos si podíamos ir a donar sangre para Danila, y ahí me enteré de todo: De que Raufe tenía dos hijas, que una de ellas se llamaba Danila, que Danila tenía una enfermedad congénita que atacaba a 4 niños cada un millón, que por ella le agarraban convulsiones, que con cada convulsión se morían sus células cerebrales, y que a pesar de que le habían dicho que podría vivir solamente 6 años había llegado a los 9 y la seguía peleando.
Hacía un tiempo que Dani venía bien, pero una última convulsión la había dejado internada, en terapia intensiva, inconsciente obviamente. Y Raufe pasaba día y noche allí, esperando novedades. Y se nos pedía que donemos sangre.
Yo había tenido una gripe ATROZ unas semanas antes y eso supuestamente me inhabilitada.
Y a la vez... apenas me nombraron a Danila me vino esa tristeza insuperable de la parte más horrible de mi "don", que es cuando sabés demás. Y el "saber demás" fue saber, simplemente, que de esta Danila no salía.
Las semanas pasaron y el diagnóstico no cambiaba. Las cadenas de oración crecían, las donaciones de sangre se seguían sucediendo y Raufe obviamente no volvía a la oficina.
Nunca voy a olvidar el día que volvía en el tren a casa y un nuevo "ataque" me dejó ahogada en el medio del vagón. El dolor, como describía yo "en la boca del estómago" apenas me dejaba incorporarme y me llevaba, una vez más, a doblarme por la mitad agarrándome la panza. El sudor frío, el creer que me iba a desmayar, el no saber qué pasaba se iban haciendo cada vez más "frecuentes", pero este "ataque" venía con una fuerza inusitada. Y lo más raro era que no escuchaba nada. Nada de nada. Ningún mensaje. Ninguna voz. Ni llanto. Ni pedido. Ni nada.
Me doblé una vez más y me concentré a ver si escuchaba algo. Nada.
A diferencia de todas aquellas veces en las que lo que más quería era llegar a destino, esta vez era al revés. No quería que mi estación se acerque porque no sabía como iba a bajarme del tren.
Le pedí a lo que fuese que pasaba que me diera respiro hasta llegar a casa... y misteriosamente el pedido fue de alguna manera oído. El malestar cesó lo mínimo como para dejarme bajar del tren y agradecí al cielo (luego aprendería a llamarlo "Universo".)
El dolor de panza y el primer contacto con Dani no llegarían sino hasta la noche.
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